Desayuno en Edimburgo

Mi sobrino Mario dentro de poco cumplirá 5 años. Hace pocos días se quedó en casa un ratillo, sin sus padres, para asistir al cumpleaños de su prima Violeta, mi niña. Como sé que le gusta pintar fuimos juntos al estudio un rato, (yo llamo pretenciosamente estudio al par de metros cuadrados donde tengo los lápices, las espátulas, las pinturas, etc). ¿Te gusta mucho pintar, verdad Mario? – Sí, claro- dijo con su perfecta dicción de pitagorín, ¿Y en el cole pintáis mucho? – Si, claro, lo que pasa es que nosotros pintamos con unas pinturas llamadas témperas – Mira-, le dije, -este es el cuadro que estoy pintando ahora – (se lo mostré con la esperanza de que reconociese a su padre, que está en primer término), a lo que Mario, con la sabiduría aplastante e irrefutable de su edad, contestó: -Claro, una mesa con cosas encima, muy bien.

Yo me creía que había pintado esos desayunos sin prisas en la casa de mi hermano Alex en Edimburgo, cuando Ruth y yo fuimos a visitarle. Creía haber pintado el espíritu de aquella casa grande, luminosa y absolutamente caótica en la que vivía, y el relax, y la despreocupación y la sensación de estar en otro mundo. Pero no. Había pintado una mesa con cosas encima. Y me pareció genial.

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